viernes, 4 de julio de 2014

Sobre una pensión que no llega. Viacrucis del escritor Flóbert Zapata

La lentitud es la debilidad del cocodrilo


Leo un artículo: la lentitud es la debilidad del cocodrilo. Lo dice Dave Salmoni como experto que es de la vida natural. Entonces, de inmediato, mi cerebro trae las palabras, las tristes palabras del maestro Flóbert Zapata respecto a lo que le sucede con su anhelada, luchada y ganada pensión, ante la indiferencia de una institución del Estado que se niega a responderle una simple petición, tal como al coronel de Gabo que todos los días muere poco a poco de esperar en mitad del sopor caribeño una pensión que nunca llega. Flóbert escribe en su blog: 

"No tengo nada, ni siquiera me han notificado la pensión. Como consecuencia de toda esta incertidumbre se desordenó mi vida, volví a fumar en exceso, estoy endeudado, he perdido toda motivación, pongo en venta en este instante mi biblioteca, comenzaré a vender objetos personales (empiezo con el televisor Simply pantalla plana), y solucionada esta situación, si se soluciona, abandono la ciudad de Manizales, me voy a otra donde no traten tan mal a un escritor porque lo es de veras".

¿Es la lentitud la debilidad del cocodrilo? Sí, lo es, y lo es también del gobernante que no escucha, que calla ante el suplicio de su pueblo, ante las palabras del escritor que se consume por la falta de respeto y de resolución. Señor alcalde de Manizales, ¿sabe usted de esto? Juliana, tú que conoces de las causas sociales, dile a tu esposo que esto sucede con un gran y buen escritor caldense, dile que revise el caso o que le pregunte a su aparato jurídico por lo que pasa. No guarden silencio, que alguien diga algo, que alguien responda, que horrible que debamos acudir a estos mensajes y llamados al orden para que suceda algo positivo. 

Desde este lugar del mundo donde me encuentro, me uno a la protesta del maestro, a su clamor, y convoco a los artistas caldenses, colombianos y del mundo entero para que no se repita tanto la mala historia. Juliana, esposa de Jorge Eduardo, primera autoridad del municipio, tú conoces de poesía, lee a Flóbert, conócelo, y únete a esta causa que nos duele en el centro del corazón.

No esperemos que Flóbert termine raspando el fondo de un frasco de café como el buen coronel, porque la lentitud del cocodrilo también puede ser el arma de la indiferencia de unos cuantos funcionarios que parecen ciegos y sordos ante un derecho adquirido, ante el mínimo vital de vida de un hombre que por ahora solo tiene la palabra de su lado y amigos como yo que elevan su voz para protestar por lo que le pasa. 

Adrián Pino Varón
Escritor colombiano

jueves, 26 de mayo de 2011

El efecto Soho

Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW.
         El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.
         ¿Cómo pude haber caído en su trampa?  De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.
         ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo.
         La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo.
         Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé.  Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.
         Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…
         Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca  y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.
         Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.
Disponía de dos horas para encontrar la edición 100 de la revista Soho. Dos horas para entregar la revista a cambio del antídoto, de mi vida. Un macabro trueque, por no decirlo de otro modo. No podía creer que estuviese siendo parte de aquello que las últimas seis semanas tenía en vilo a las autoridades: Siete muertos por envenenamiento. Y todo obedecía a un simple juego, a una puesta en escena idéntica a la película SAW.
         El hombre me advirtió que solo disponía de ese tiempo para llevársela: Si hay diversas cosas que pueden ir mal, irá mal, la que haga más daño*, me dijo con una voz cavernosa salida de esa boca que antes había besado. Tráeme la revista y vivirás. Es todo lo que pido. Aunque creo que es justo que sepas que el culpable de esto se llama Daniel Samper Ospina. Su revista es más venenosa para la sociedad que lo que yo te he dado. Si vives, debes recordarlo. Defiendo una causa. Una causa que hoy termina si me traes esa edición. No otra, porque allí están contemplados los 50 puntos básicos de su filosofía, y debo destruirlos. Pero eran las nueve de la noche y la ciudad estaba más caótica que mi propia existencia.
         ¿Cómo pude haber caído en su trampa?  De repente el hombre se acercó, me invito una copa de vino, me sedujo con gestos angelicales, con sus ojos penetrantes pero inquietos… poco después ya estábamos en mi apartamento, dispuestos para una buena noche de sexo, sin nombres ni promesas. Entonces, sin dar más largas al asunto, me enfrentó con la verdad: había mezclado el vino con estricnina.
         ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que me arrojé a la calle? No podía precisarlo, no con mi mente como un agujero negro, pues esa absurda manía de no querer atarme un reloj a la muñeca me impedía medirlo.
         La edición 100 de Soho era historia patria. Había salido al mercado dos años atrás y era imposible conseguirla; al menos no en los lugares que preguntaba y mucho menos a esa hora. ¡El asunto estaba perdido! ¡Sólo encontraba a la actriz Cristina Umaña en la portada de la edición 132! Ojeé la revista que tomé de un supermercado. Nada que encerrara la filosofía de Soho, salvo el conjunto de lo que dirigía Daniel Samper Ospina. Nada que me sirviera de trueque. Nada que pudiera devolverme la vida. Cada vez sentía más el ahogo inflándome el pecho. No sabía tampoco con exactitud qué atacaba la estricnina: si el sistema nervioso o sanguíneo.
         Sintiéndome moribundo, me senté en la primera butaca que encontré en un parque de la zona. ¿Quién podría creer algún día mi historia? Envenenado por una revista, qué ironía. Yo, que rara vez leía a Soho, que prefería un partido de fútbol o un párrafo de Pedro Páramo. ¿Por qué, simplemente, el hombre no la compró o la robó de algún lado? ¿Qué lograría combatir al apoderarse de una sola revista, si el mercado estaba inundado de ella? El ser humano es cada vez más proclive a su destrucción, pensé.  Y en medio de aquellos lastres mentales, maldije no haber salido de inmediato para un hospital y alertado a las autoridades. Quizás, a estas alturas, mi vida no estaría extinguiéndose.
         Una última mirada a mi pasado, me hizo recordar que Juano coleccionaba esa revista, entre otras particularidades. ¡Sí! ¡Él tenía una suscripción! ¡Le gustaba masturbarse viendo los cuerpos brillantes que salían en sus páginas! Sin la certeza del tiempo abordé un taxi, con mi boca reseca y mi lengua como un cactus; con la luces de una ciudad que llegaban a recordarme lo inútil que es vivir una vida improvisada, irresoluta…
         Llegué a casa de Juano, a tiempo, aún con vida. Apenas me abrió la puerta me arrojé sobre él para pedirle o exigirle la Soho 100. Creo que ya me salía babaza por la boca  y que no tuve ni la mínima cortesía de saludarlo. Me miró como si tuviera frente a sí un fantasma. Me dijo que lo sentía. Que no podía hacerme ese favor. Que le pidiera otra cosa. Yo le grité, aterrado, que necesitaba esa jodida revista, ese número; que era algo de vida o muerte. Juano abrió sus ojos como nunca, quizá con prevención o asombro, luego movió su cabeza para decirme que era muy extraño, demasiado extraño que justo una semana antes alguien había entrado a su casa, y entre muchas cosas de valor, después de revolverlo todo, sólo se había sustraído esa edición. Lo que continuó diciendo no lo escuché. No pude. La noticia o el veneno me derribaron fulminantemente.
         Ahora, en esta especie de purgatorio donde me encuentro, nadie me da razón de ese ejemplar. Todos callan. O se santiguan. Y ya no me importa haber muerto, pues esta es otra clase de vida. Como veo las cosas, mi angustia, mi condena es la prioridad de seguir indagando por ella, de saber qué la hace tan especial. Y si no es un complot o un código ultra secreto, creo que la respuesta lo obtendré cuando ese hombre o a Daniel Samper Ospina, pasen por aquí a purgar sus penas.

Adrián Pino Varón, escritor caldense
 
*Ley de Murphy.
Ilustración del pintor William Cardona. Quien esté interesado en sus obras seguir este enlace:
 http://williamcardona.blogspot.com/

lunes, 31 de enero de 2011

PRIMER CONCURSO CALDENSE DE POESÍA EN TIEMPOS DE PENURIA

 En vista del desplazamiento espiritual y económico al que se ha visto sometido el arte, especialmente la literatura, en nuestro departamento, espejo de un país, surge la iniciativa de convocar la palabra a través de un concurso de poesía. Para esto se han reunido los intereses de algunos, que abiertamente o en silencio, construyen la cultura y promueven su construcción.

 BASES


1. Podrán participar todos los poetas residentes, o que hayan nacido, en el departamento de Caldas con un poemario inédito, escrito en español, de temática libre, y con una extensión de veinte a treinta poemas.


2. Se deben enviar dos copias del trabajo, firmadas con seudónimo y escritas en letra Arial o Times New Roman, número 12, a doble espacio, en tamaño carta.


3. Las obras se enviarán por correo certificado o se podrán entregar personalmente en la Carrera 22 # 58-21, Barrio los Rosales, en la ciudad de Manizales. En un sobre aparte, identificado con el seudónimo, se incluirán los siguientes datos: nombres y apellidos, fecha de nacimiento, dirección de correo electrónico y una fotocopia de la cédula de ciudadanía. Los participantes que residan fuera del país, pueden enviar sus trabajos al correo electrónico tiemposdepenuria@hotmail.com, adjuntando un archivo con la obra y otro con los datos correspondientes al seudónimo.


4. Se recibirán los trabajos hasta el día 21 de febrero. En caso de enviarse por correo, se asumirá la fecha límite como la del matasellos.
5. El jurado estará integrado por dos escritores de reconocida trayectoria, cuyos nombres se darán a conocer después de que hayan emitido el fallo.


6. El premio consiste en 600.000 pesos colombianos, la publicación de los poemas en el plegable de poesía Musa Levis y otros periódicos regionales. El premio no podrá ser declarado desierto.


7. El resultado del premio, único e indivisible, será dado a conocer el 18 de marzo de 2011 a través de medios electrónicos y en las páginas kadaberexquizito.blogspot.com, flobertzapata.blogspot.com, escritorescaldenses.blogspot.com. Al ganador se le notificará a través de los medios de comunicación.


8. El premio será entregado durante el Primer Festival de Poesía en Tiempos de Penuria que se llevará a cabo el 21 de marzo de 2011 con motivo de la celebración del Día Mundial de la Poesía. En este acto los escritores aportantes leerán poesía y entregarán personalmente su aporte al ganador, así:


Jhon Jairo Vera Vera: $100.000, Julio César Correa Díaz: $100.000, Juan Carlos Acevedo Ramos: $100.000, Adrián Pino Varón: $100.000, Conrado Alzate Valencia: $100.000, Flóbert Zapara Arias: $100.000 pesos.


9. El autor premiado conserva sus derechos de autor para posteriores publicaciones.


10. Los poemarios que no obtengan premio podrán ser reclamados en la misma dirección antes del 26 de marzo de 2011; después de esta fecha los trabajos serán destruidos.


11. La participación implica la total aceptación de las bases.


12. Cualquier duda o cambio serán asumidos y resueltos por el comité organizador del concurso.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Aquiles derrotado de nuevo por la tortuga


Este cuento, de Clinton Ramírez C., ganó el PREMIO NACIONAL METROPOLITANO DE CUENTO, versión 2010, organizado por la Extención Cultural de la Universidad Metropolitana de Barranquilla. Fueron jurados los escritores Jesús Sáez de Ibarra, Vice-Rector de la Universidad, y los escritores y críticos Guillermo Tedio y Ariel Castillo.

Solo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada,
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.

Los ángeles  colegiales, Rafael Alberti.

La tortuga fue capturada en una playa cercana. La red camaronera en la que cayó pertenecía a la tripulación de El Nautilus, el buque científico americano que un mes atrás, sin avisar y sin mucho ruido, arribara a aguas colombianas para retomar sus estudios de las algas del litoral guajiro. 

Mientras la liberaban de la red, los lugareños que participaban de la faena advirtieron que difería de las apetecidas tortugas de la península. Era más grande, más ancha de caparazón, más pesada. El más alto de los tripulantes ordenó conducirla a la playa.  Quiso un examen más detallado. Al hacerla voltear, sobre el fondo del caparazón amarillo, reparó en los caracteres oscuros de la inscripción: Signos antiguos, desconocidos incluso para los compañeros de expedición, no para él, que aprendió griego en la adolescencia, leyendo a Homero, a Jenofantes de Colofón y cierta porción de la obra aristotélica, según explica en un reportaje muy citado por estos días. Pensó en una broma culta. Leyó de nuevo, los ojos apretados, pasando esta vez los dedos sobre la inscripción: Vencedora de Aquiles, ve por los mares. Solicitó al jefe de la expedición trasladar el animal a El Nautilus,  que zarpó al anochecer.  

Quiero situar en la inusitada lectura de la inscripción el origen de un hallazgo que revuelve todavía al mundo científico. Que el investigador, alto de hombros, de atléticas carnes rosadas y de recios cabellos dorados, supiera griego activa en el espíritu más realista el poder de la malicia. Hace pensar, sin lugar a pudores, en la indudable pequeñez humana frente a las maquinaciones del azar o el cinismo de un Dios gozoso. En esto pensé al conocer la noticia en la redacción del diario para el que aún creo trabajar. Un amigo, espeleólogo él, que visita cada dos años las costas marinas de este país, a mi comentario sobre las astucias que el azar se permite todavía, recordó que la suerte de tal concepto había que atribuirla a la pura negligencia humana. El fenómeno que motivaba la charla, sin embargo, en la terraza de un empedrado hotel de Taganga, al calor de unas coplas mojadas con whisky de contrabando, exigía dar más de una vuelta a la manzana escolar antes de descartar la incómoda palabreja.

—Nada de azar, Javier —anotó con la inconfundible tranquilidad de hombre blanco austral, paciencia que le ha ayudado durante más de un cuarto de siglo, desde que la dictadura de Pinochet lo obligó a ser un académico vagabundo en París, en Ciudad del Cabo, en Sevilla, en Tarento, en Nicosia, a dedicar un mes de sus vacaciones a estudiar in sito el comportamiento sexual de las almejas y las ostras de las cuevas que indaga. —Mírame a mí. Cualquiera dirá que la suerte me beneficia. Eso que por ignorancia se deja llamar azar sale al paso de los que buscan incluso sin saber bien  qué. Sucedió así, viejo. Que el biólogo americano resultara aficionado al griego nada significa. ¿Qué te sorprende? Tú mismo lees en latín a Horacio. La curiosidad científica hubiera obligado a cualquier otro biólogo, ignorante de la lengua de Homero y del huraño Zenón, a conservar la tortuga que apareció en la red. No le cuelgues más números a los años.

Ataqué su certeza académica. Sosteníamos una relajada amistad de diez años, luego de conocernos en un postgrado sobre semiótica de la comunicación, cuya lujosa nómina de profesores integrara. La ciencia, aduje, no difería de la literatura. El azar que él negaba solía citarlas con frecuencia a la misma mesa.  Atento al curso de mi improvisación, de mis argucias verbales, fijos en mis palabras sus ojillos chispeantes, sacudió varias veces la cabeza de escasos cabellos blancos. Aceptó que la ciencia, que desvalorizara mitos de siglos, tenía que responder  por la institucionalización de ciertos respetables fantasmas que evitó especificar. La astronomía y la biología, de las cuales frecuentaba algunas parcelas, requerían de imaginaciones alertas. Luego de una alusión a la forma de herradura de la bahía, cuya rizada vista disfrutábamos, de comentarios sobre la composición de las montañas vecinas, la conversación derivó hacia la copla, el bolero, la cumbia, el porro —género este último del que conocía una buena cantidad de letras—, temas menos difíciles, más unificadores. 

—El azar no va más, Antonio —admití al pasarle un whisky seco—,  pero acepta que ha favorecido con diligencia esta amistad, de muchos escritos y un encuentro de una semana cada dos años.

Sonrió para expresar su conformidad con el punto. Los oficios distintos, las edades, el ser de países diferentes no permitían más. Volvió al tema inicial con una broma típica de su esmerada inteligencia social. Quizá la amistad, anotó,  haya operado igual en tiempos de Zenón o Aristóteles. Desenvolvió anécdotas relacionadas con la muerte del primero, a quien estudió un poco en la universidad, al margen de una frustrada pasión teatral. Aprovechó la silenciosa aparición del mesero para colocar un compacto de Víctor Jara, con quien se había conocido en el Santiago pre-revolucionario  de Allende. Una amistad similar, recordé, mientras seguía sus movimientos frente al equipo de sonido, lo había unido a Carlos Cano y Paco Ibáñez en la España posfranquista de un exilio ventajoso —adjetivación suya— que le abrió todas las puertas que tocara. Alguna conocida melodía salió del equipo, empotrado en el nicho de una pared lateral que protegía el aparato de la brisa de la bahía.

Todavía en el aeropuerto de Barranquilla, donde una semana después tomó un avión con destino a San Andrés, me despidió con una palmada conciliatoria, en una clara invitación a que siguiera con mi asunto, sin renunciar a mi mirada de periodista.

—Un escritor, mi amigo, está obligado a pensar bien. Es la imaginación que encuentro en la buena escritura, incluso en la periodística.

A meses del incidente, del insólito hallazgo, la prensa científica, más reposada aunque no menos audaz que la comercial, admite que la exótica pieza capturada en una ensenada de la Alta Guajira colombiana pertenece a una conocida especie mediterránea. Una larga explicación técnica, escrita en un inglés  de acantilado que sigo a saltos, ratifica la edad de la tortuga, 2.582 años, una cifra impensable que mantiene en alza mi rechazo, por más que Antonio, con quien he tenido un productivo intercambio de mensajes electrónicos dos noches atrás, me haya machacado la increíble longevidad de cierta especie de tiburones, de los bíblicos cipreses de la vieja Castilla y las mismas bongas caribeñas de este país.

—Mira que en la sola Castilla hay tres cipreses de más de quinientos años. Ustedes, en Santa Marta, conservan una bonga que, para cuando Bolívar murió en San Pedro Alejandrin,o ya tenía un centenar de años. Sí: el universo es fantástico. El hecho de que exista es ya un milagro que nunca la ciencia terminará de explicar. 

Es optimista sobre las probabilidades de vida de la tortuga en medio artificial. “Es una sobreviviente, para no decir que es una inmortal”. No cree que las imágenes de la televisión internacional correspondan a una tortuga sustituta, puesta en la calidez azul de un estanque para cubrir el horror de un sacrificio a nombre de la ciencia. No ignora, en cambio, que la piedra de la ciencia —son sus palabras— a ratos exija los sacrificios que mi superstición imagina. 

En mi apreciación, la comprobación científica de la edad de la tortuga exacerba en lugar de reprimir el escándalo de su descubrimiento casual, ratifica su condición de hecho extraordinario a ojos del espíritu de la calle, por más que los análisis, verificados una y otra vez, realizados a cientos de miles de kilómetros de este antiguo mar de perlas donde fuera capturada, confirmen el origen del animal y  la autenticidad de la leyenda escrita bajo su panza. 

Me he cuidado, sin embargo, de transmitirle otras impresiones que la existencia de tan extraordinario animal suscita a una mente arisca como la mía. Susceptible de considerar a la tortuga un habilidoso montaje científico, pero darme a pensar durante horas —muy cómodo en un chinchorro—  en la soledad marina que cabe en todos los años que dicen tiene la tortuga, en los peligros que habrá sorteado, en los envidiables registros que su memoria guardará, incluso de sus años de vida terrestre anteriores a la fecha en que venciera a Aquiles, si le damos una pizca de crédito a la pedante fábula que informa su nacarada barriga.   

Releo la página de la revista científica que Antonio me hiciera llegar desde una cabaña de los Everglades en la Florida, en donde estudia el ritmo cardiaco de los caimanes recién nacidos. Memorizo los datos. Evidencias puras, me temo, que  les imprimirán más legitimidad a las posturas de quienes quieran ver en la tortuga arrancada a estas aguas a la protagonista de la conservada paradoja en la que Aquiles, el invencible corredor, es vencido siempre. Será fácil imaginar, una vez aceptada la realidad del filosófico enfrentamiento, que el malogrado Zenón no solo haya concebido la aporía sino que haya enfrentado a la tortuga y Aquiles en algún insólito paraje —una playa jónica— para deleite solitario.

Me revuelvo inquieto, temeroso de los alcances de la imaginación, capaz de transformar una ocurrencia en una obsesión que luego tendrá que ser, sí o sí,  un relato o un poema.

Vuelvo a la revista para aceptar con la prensa especializada que la tortuga permanece en custodia en el estanque de un instituto de investigaciones oceanográficas del sur de California, aunque mis instintos y mis experiencias periodísticas me obligan a tomar con recelos las imágenes que tengo frente a mí.

Recuerdo que la televisión internacional, que tengo ocasión de seguir en el cable de la cabaña que ocupo en el Cabo de la Vela, ha dejado circular hace días unas escasas imágenes de la tortuga, el estanque, el buque y la afortunada tripulación que vino a inventariar algas y se tropezó con la pesca milagrosa de un animal de dos mil quinientos años de existencia. Una nota lateral da cuenta de la iniciativa del gobierno griego de extraditar al espécimen retenido en un estanque de experimentos.
Alega Grecia tener una paternidad histórico-filosófica sobre la tortuga. Cita en favor suyo hechos pocos conocidos en Occidente sobre la vida de Zenón y las tortugas. Algún alegato similar sé que prepara el gobierno italiano, según nota de la RAI originada desde el balneario de una rocosa costa napolitana. Molesta, aunque a nadie debe sorprender, el silencio que sale de los rojos pasillos del gobierno colombiano, cuyas autoridades supieron del valor científico e histórico de la tortuga capturada en la orilla de uno de sus mares, cuando el animalito viajaba dentro de un estanque protegido en un buque científico americano con la proa mirando hacia Panamá, puerto de donde fue transferida a un avión que la  trasportó a California, aunque varios medios hablen que el trayecto final fue realizado en una nave especialmente equipada que esperó al otro lado del istmo.   
Intento encontrar, al organizar los hechos, un dato revelador, un nuevo empuje del azar que le diga algo a la gente de a pie que lee mis graneados artículos de prensa. En la soledad de mi butaca, frente al cambiante mar donde fuera atrapada Nereida —el nombre dado a la tortuga—, pienso que el mundo ha podido ahorrarse este revuelo —el mundo científico, diplomático, por supuesto— si en vez de aparecer en las redes de unos científicos de algas hubiera caído bajo el arpón hechizo de algún pescador del área. El caparazón de Nereida serviría a esta hora de batea en una ranchería. Imagino que hace mucho que su carne guisada en leche de coco hubiese saciado el ardor de hombres a los que no se les hubiese pasado por sus mentes rudas la posible antigüedad de la aparición. Un caprichoso movimiento de las mareas que a nadie interesa determinó otra ruta para Nereida, al lanzarla sobre la playa inhóspita de un país cuyos ruidos diarios priva a sus habitantes de establecer una articulación más fluida con el mundo que empieza o termina en sus orillas y puertos.

Avanzo hacia el borde de la playa al encuentro con el día que huye detrás de la línea del mar. Soy consciente de la inutilidad de mi propósito de dar sentido al guiño —y qué guiño— de una realidad que juega con cartas y dados trucados. Hará más de una hora que el sol abandonó las aguas cargadas de algas y aguamalas de un mar al que nada le sorprende. Una actitud natural que los hombres y las  mujeres de estos litorales saben llevar al margen o en medio de los azares y ruidos de la vida que con frecuencia malgastan en los lances del contrabando y el negocio de drogas. Quiero imaginar a Nereida avanzando hacia mí, emergiendo de las últimas espumas del día, al soplo de las primeras brisas que propicias borran de la noche la costa. Le sonrío a mi buena estrella, nítida en el costado de un cielo que las ofrece a manos llenas a los inusuales amantes que coinciden en la aridez de esta península. La muchacha me regala una sonrisa oscura cuya malicia aprendo a conocer, antesala de una entrega maratónica, sin tregua,  mordida, de olores inconfundibles que me harán olvidar por unas horas, como todas las noches,  el motivo que me trajo a este punto, el más norteño del país. Esta vez soy yo quien estira un brazo a su húmedo encuentro. Arriba firme, decidida, sin esconder el tamaño de los senos —34 b al aire puro—  ni escamotear el grueso olor a coco de sus cabellos indios. Muy pronto, bien acomodada en mis brazos, su lengua arenosa, cuyos signos apenas entiendo, se empinará para dar con la mía, esquiva y calculadora.
 
Barranquilla, Noviembre 18 de 2009.

Clinton Ramírez C.
Clinal14@hotmail.com

martes, 11 de mayo de 2010


Acaba de convocarse la XXVI VERSIÓN ANUAL DE NOVELA ANIVERSARIO "CIUDAD PEREIRA", cuyas bases son las siguientes:


1. Podrán participar colombianos o extranjeros con visa de residentes en el país, con una sola obra inédita, tema libre, en español, entre 100 y 250 páginas.

2. Las obras se deben presentar en original y tres copias, doble espacio, tamaño carta, páginas numeradas, por una sola cara, argolladas, firmadas con seudónimo y número del documento de identidad. En sobre sellado deben ir los datos del participante, con dirección, número telefónico, correo electrónico y se debe anexar fotocopia de la cédula.

3. El cierre de la convocatoria vence el día 23 de julio, a las 4 p.m. El fallo del jurado es inapelable y podrá declarar el premio desierto. El fallo se hará público el día 30 de agosto de 2010.

4. No podrán optar al premio quienes hayan sido ganadores del primer puesto de este concurso en años anteriores.

5. Se concederán tres únicos premios, así: al primer puesto, edición de 500 libros y $3.000.000. Al segundo lugar, $2.000.000, y al tercero, la suma de $2.000.000.6. Las obras deberán ser enviadas a la Biblioteca Pública Municipal "RCM", del Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo, carrera 10 No. 16-60, piso 3, Centro Cultural "Lucy Tejada", Pereira, Risaralda.


Culaquier información adicional puede ser solicitada al correo bibliotecarcm@pereiraculturayturismo.gov.co.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

PREMIOS DE LITERATURA CIUDAD PEREIRA 2009

El día 21 de diciembre, en la Biblioteca Pública de la Ciudad de Pereira, se llevó a cabo la entrega de los Premios Nacionales de Novela Ciudad Pereira, y de Escritores pereiranos en la modalidad de cuento infantil, 2009.

El jurado compuesto por Luz Mary Giraldo, Cristo Rafael Figueroa y Carlos Orlando Pardo, otorgaron el primer premio del XXVI Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira a la novela No tengo un peso y me llamo Silva, del reconocido escritor FERNANDO AYALA POVEDA (derecha) y el segundo premio a la novela Parábola del crimen, del escritor Caldense ADRIÁN PINO VARÓN (izquierda).

De la novela Parábola del crimen, el jurado emitió el siguiente concepto al otorgarle el segundo lugar:

“Estructura de contrapunto que pone en juego, también, la importancia de la escritura y la lectura. Se destacan en ella la inscripción de ciertos referentes literarios, los cuales posibilitan un diálogo de textos, que sumado a la agilidad narrativa, desemboca en una trama convincente. El tríptico narrativo en que el autor desarrolla su novela contrasta con tres escenas necesarias para reconstruir dicho tríptico: Historia de un peregrino, La ruta Jacobea, y Cerrando círculos, tienen validez con el Epílogo que finaliza la novela. Sumado a lo anterior está la resonancia del Dr. Jekyll and Mr. Hyde, pero el valor está en la existencia de un asesino que a través de la escritura parece expiar la culpa de sus crímenes; sin embargo, con la habilidad narrativa que se le abona al autor parece ser que el escritor es quien a través de sus crímenes logra la expiación de sus pecados cometidos con el lenguaje. Mezcla de realidad (algunos personajes existen y son de conocimiento del lector) y de fantasía (en la que la palabra se permite alterar la realidad, pero sin consecuencias).

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El imaginario mundo de Federico

Un jurado compuesto por Jairo Henao, María Liliana Herrera Alzate y Álvaro Hernández, otorgaron al cuento El imaginario mundo de Federico, el primer premio de la XXVII Versión Anual de Concurso Escritores Pereiranos –cuento juvenil- emitiendo el siguiente concepto: “Del libro El imaginario mundo de Federico, señalamos la buena textura narrativa. Este cuento se destaca principalmente por construir un absurdo verosímil a partir de una anécdota simple y el empleo del lenguaje estricto, exento de digresiones circunstanciales, centrando el relato en lo esencial para sostener la ansiedad del lector a través del ritmo que mantiene una tensión en la trama. Hay que subrayar también el adecuado manejo del lenguaje en su construcción sintáctica, el correcto uso de la ortografía y la utilización de un vocabulario a través del cual teje de manera verosímil la fantasía del relato. Finalmente, la prosa segura, rica en sugerencias sobre los estados de ánimo de la primera persona que narra, revela dedicación y largas y apropiadas lecturas de su autor”.



Para Esteban y Sebastián


Acto 1


Mi abuelo, después de estar desaparecido por cinco años, acaba de salir del guardarropa. Me mira. Me dice hola mijo, como si nada, como si llevara una tarde fuera de casa.
No le respondo. Es difícil responder. Siento un ahogo en la voz, un miedo a que no sea el abuelo, un horror de que sea un espíritu de esos que suelen esconderse por ahí pero que yo nunca he visto, un ladrón disfrazado de él, un personaje siniestro que desea burlarse de mí.
Tiene algo extraño en los ojos, como una mirada que no es suya o que yo no recuerdo o que simplemente ha cambiado en algún momento de su ausencia. Pero al mirarlo bien sé que es el abuelo porque tiene la misma ropa con que partió, pues ese día nos tomamos una foto en la feria del Parque Bolívar, allá por la séptima, y esa imagen se me tatuó en el fondo de mi alma. Su sombrero no me deja mentir. Y su pequeño bigote sigue debajo de una nariz demasiado grande para su rostro. Y esa caja de dientes que mueve dentro de su boca como si fuera una masa de saliva o una pasta de chicle.
¿No me vas a saludar?, pregunta sin mover un solo pie del espacio que ocupa, como si de hacerlo rompiera un hechizo o mis ojos de asustado lo estuvieran intimidando mucho más que él a mí. Esa arruga que se le hace en la frente es la misma de siempre, no puedo negarlo. Detrás de él se mueve una araña que yo tampoco había llegado a ver. Desciende por un hilo de plata con una pereza similar a la que me da cuando tengo que levantarme para el colegio. Yo miro desde mi cama toda la escena, el fondo de mi armario, la ropa colgada, los tenis sucios, el balón de fútbol, el juego de Tío Rico, y de nuevo observo los rasgos del hombre aparecido, sin soltar el control del Xbox que la última navidad me regaló papá por ser el mejor de la clase.
Sigo sin creer lo que mis ojos ven: un abuelo que desapareció sin dejar pistas; un abuelo que sale de mi guardarropa como si ésta fuera una puerta secreta, o como si él hubiera estado allí todo ese tiempo, jugando a las escondidas conmigo; pero juro que eso es imposible, pues todos los días saco y meto cosas de un modo extravagante, y si él llevara tiempo allí de seguro se hubiera infartado con tanto desorden. Una de las cosas que ha caracterizado al abuelo, a ese viejo de sesenta años, es el orden estricto de las cosas, es procurar mantener un ambiente sano y saludable.
Da un paso hacia mí. La araña ya no la veo por ningún lado, quizá fue imaginación mía, pues odio a estos bichos aunque me les enfrento cuando veo alguna cerquita de mi humanidad.
Yo me arrellano en la cama, sin perderlo de vista, pues puede, pienso mejor, ser una fiera disfrazada del abuelo y quiere saltar sobre mí. ¡Por estos días suceden tantas cosas extrañas en el planeta¡ A veces no sabe uno qué es realidad y qué es ficción. El profesor de humanidades, don Alfredo Mesa, el profesor más bacano que jamás he tenido, nos cuenta con frecuencia historias acontecidas en países antiguos que le ponen a uno los pelos de punta. Hace poco nos contó que en un país, no sé si europeo o asiático, un hombre tenía pedazos de carne humana en la nevera. Y lo peor es que esos pedazos pertenecían a niños desaparecidos de una zona urbana aledaña.
No temas, insiste con esa voz que ahora recuerdo mejor. Se frota las manos como si se preparara para su próximo truco de magia. Arruga de nuevo la frente. Soy yo, tu abuelo, tu abuelo Eliseo, el que te enseñó el truco con la moneda cuando tenías siete años. ¿Recuerdas? Entonces de uno de sus bolsillos saca una moneda, hace tres pases mágicos (la clave está en hacer tres pases, no dos ni cuatro ni cinco), y luego la moneda desaparece de sus manos. Me las enseña por ambos lados. Gira sobre sí. Luego se agacha un poco y la moneda está sobre su sombrero. Ese es el trucho. Igualito a como me lo enseñó.
Y por si te queda alguna duda, insiste, se baja el pantalón y me muestra la cicatriz que tiene en la nalga derecha. Una cicatriz particular, en forma de cruz, que se hizo él mismo por amor a mi abuela, en una de sus locuras para demostrarle amor eterno.
Ahora veo la araña pegada a su espalda. Es amarilla y no mayor a una moneda de cien pesos. Creo que desde allí me mira. Creo que desde allí se burla de mí. Creo que ella es la trampa o esa es la trampa. En todo pienso. Pero no hay necesidad de más pruebas: el abuelo que acaba de salir del guardarropa es mi abuelo, no sé decirlo de otro modo. Es mi abuelo desaparecido. Es el mago que volvió donde su aprendiz.
No sé cómo no grito. No sé cómo no salgo corriendo o cómo no tiró el control remoto. Es él después de todo. Es el abuelo que ha vuelto de su viaje o de donde quiera que haya estado. Me tiembla el cuerpo como aquella vez que me enteré sobre su desaparición.
¿Eres tú, abuelo?, pregunto, tartamudeando, como si aún no creyera en su aparición, como si de repente se hubiera abierto la ventana para dar paso a un viento demasiado helado.
El dice que sí, que es el mismo que canta y baila milonga y bolero, y el mismo que puede comerse una cebolla cabezona enterita, sin agua ni sal. Y hace el amague de bailar, con ese giro de medio lado que sólo a él he visto hacer.


Acto 2


Ahora tengo dieciséis años. Y lo primero que recuerdo, al menos hasta que cumplí los once, fue que el abuelo era un gran mago, pero no de esos que se paran en un teatro a deslumbrar a un público ávido de sueños e ilusiones; no, el abuelo sabía magia por algo natural, así lo entendí siempre, que sólo ejercía cuando tenía reunida a su familia, y sobre todo a sus nietos, sobre todo a mí, que soy el mayor.
Convertir un pañuelo en una tira larga de colores, fue una de las cosas que aprendí con él, a los ocho. Entonces no existía Harry Potter ni El señor de los anillos. O eso creía yo en medio de mi infancia, de mis juegos, de mi grupo de amigos de esa época.
Podía jurar entonces que el abuelo caminaba sobre el agua. Muchas veces me metí en problemas por defender esa creencia mía, ese don que le atribuía con la más inocente de mis emociones y entusiasmos. Mi abuelo es un mago de verdad, gritaba a cuatro vientos. Un día de estos lo traeré para que los desaparezca de la faz de la tierra, les decía a esos amigos que ahora no recuerdo o no he vuelto a ver. También fue la manera de aprende a vivir sin él estos últimos años. Pensando que todo era uno más de sus trucos, una falla en mitad de la ilusión.
Por lógica, el abuelo era (digo era porque ya lo creía muerto, o mejor, porque hasta ahora aparece de nuevo) el hombre más grande del mundo, el mejor de todos: tanto que mi papá llegaba a sentir celos del amor que advertía que yo sentía por él.
Si el abuelo no iba al paseo o al zoológico, yo no iba. Prefería quedarme con él hablándole de mis nuevas experiencias en la escuela, de la tarea inconclusa, de la niña que me gustaba, del truco que me estaba enseñando. Prefería escucharlo a él, vivir sus historias que narraba con una emoción digna de ser proyectadas sobre un telón. Nunca supe si esas historias eran ciertas o falsas; pero yo me inclino aún por creer que eran tan ciertas como las cosas que nos rodeaba. Era tanta la fuerza de las cosas que decía, que cada vez que veía vestidos rojos colgados en los patios vecinos imaginaba que allí vivía Caperucita Roja o que al menos se había alojado la noche anterior o que intentaba despistar al Lobo Feroz dejando pistas falsas en un lado y otro. Hasta llegué a creer que yo era primo lejano de Caperucita.
El abuelo se llama Eliseo. Es alto y casi no tiene canas. Tiene unas manos grandes. Tiene unos ojos que parecen como cerezas maduras, eso es, pues sufre de una enfermedad que no sé cómo se llama pero que se extiende por cada ojo. Creo que es catarata. No sé bien. Y es roja roja como las cerezas o la capa de Caperucita. Aun así ve lo que yo no veo, lo que yo no puedo aún presentir. Y ni se diga su buen humor. Nunca lo he visto con la cara arrugada por efecto del coraje o aburrimiento (lo de su arruga en la frente es un gesto de nacimiento). Y otra cosa: se la pasa silbando. Silba y silba como si con ello quisiera espantar algún demonio, como me dijo una vez que le pregunté por ese modo desmesurado de silbar. Desde ese día me di cuenta que le tiene miedo al infierno. Otra cosa que no deja por nada del mundo: la medallita del Divino Niño. En eso no me le parezco. Pues mi medalla es el afiche del Deportivo Pereira que poseo como una de las joyas más queridas. El afiche y las cartas de la baraja.
Alguna vez me habló de un tal Judini o Houdini, no sé cómo se escribe, pero creo que es con la “H”. Me dijo que había sido uno de los grandes magos o ilusionistas. Un escapista, para ser exacto; que no había cerradura o tumba que no pudiera abrir. Y si mal no recuerdo, también me habló de un código secreto, relacionado con la muerte del escapista, pero cuando lo hizo sentí cierta nostalgia en su semblante o en su voz. También me habló de un tal Jo-güin, un mago venido de otro mundo, así lo dijo, de extraordinarios poderes, similares a los que le adjudican al mago Merlín. Pero sobre este mago no quiso decir nada más.
El abuelo fue, hasta ese día que desapareció, mi héroe, mi mejor amigo, mi gran aliado. Dejaba lo que fuera por venir a mi encuentro, por arrodillarse a limpiarme la herida, por cargarme en sus hombros, por ayudarme con la tarea, por dejarme ser yo. Nunca levantó la voz para reprocharme o quejarse de mis rabietas.
Sí, era un alcahuete de tiempo completo, lo digo sin pena, pues, aunque yo muchas veces abusaba de su amor o paciencia, entendía como ninguno a un niño que sólo pensaba en jugar y ser feliz. ¿Quién me daba los bombones en mitad de la mañana? ¿Quién me sacaba la ropa mojada que yo dejaba en el baño o me tendía la cama? ¡Por Júpiter que no consentía un regaño o una amenaza de correa! Se enojaba con papá o mamá y amenazaba con irse para siempre de la casa. Y creo que por eso ellos sienten una culpa eterna y profunda, pues días antes de su desaparición se presentó una situación que tensionó el ambiente familiar como raras veces sucedía, o al menos en esas proporciones.
Estaba yo mirando hacia la calle. Estaba yo en la habitación de mis padres. Estaba yo mirando no sé qué cosa, cuando un rayo salido de una nube oscura atravesó como por la esquina y dio justo en un transformador de energía. El estruendo fue tan alto, que del susto tropecé con la lámpara de la mesa de noche y fuimos a parar juntos al suelo. El destrozo fue total. No sólo se destruyó el transformador sino la lámpara de mamá, traída de México por un primo suyo hacía como cincuenta años. La continuación de la historia trajo bastante malestar.
Fue la primera vez que, por defenderme, escuché al abuelo decir una palabra vulgar, pero no sé a quién iba dirigida o si la dijo para maldecir las marcas de la correa que yo tenía impresas en el cuerpo. Mamá lloró esa noche más de lo común por la pérdida de la lámpara y por la intromisión del abuelo. Cuando el abuelo se esfumó, ya no tenía lágrimas para llorar su ausencia. Aunque desde ese día lamentó ser tan apegada a lo material y tan brusca para resolver algunas cosas sin medir las consecuencias.
Por eso, ver al abuelo ahora ahí, saliendo de mi guardarropa como si imitara al mago escapista del que me habló, me produce entre alegría, entre espanto, entre dolor. Es una sensación tan extraña que hasta me hace pensar que la cama tiene pensamientos propios, voluntarios.

Acto 3


¿Qué hace el abuelo saliendo de mi guardarropa? ¿Qué hace el abuelo escondiéndose en mi guardarropa? Vuelvo a preguntarme con la incredulidad de lo que veo. Pero pienso de inmediato: ¡pues qué más va a ser, Federico, si tu abuelo es un mago y seguro en medio de uno de sus trucos de desaparición extravió el camino, algo le debió salir mal, pobrecito, y tú juzgándolo por el tiempo perdido, por dejarte solo con tus padres, que por mucho amor que te prodiguen no alcanzan a mitigar la pena de andar solitario sin tu maestro de magia y de vida!
Me digo esto porque nunca he creído que la desaparición del abuelo obedezca a una retaliación por lo sucedido aquella tarde: por más que él lo expresara, creo que era una manera de pedir que se me tratara como al niño que era entonces.
Por error obturo el volumen del control remoto del Xbox y simultáneamente nuestras miradas se fijan en la pantalla del televisor. En esos segundos siguen surgiendo tantas imágenes que mi reacción es acalorada, confusa, y sin perder tiempo apago el monitor.
De la calle llegan con más nitidez los ruidos de la tarde, del trajín monótono de gentes y vehículos circulando para ir o volver o perderse, quizá, como bien hizo el abuelo.
Ahora nuestras miradas vuelven a encontrarse. Si sus ojos no fueran rojos sino amarillos, diría que se parecen a los ojos del Alcaraván. Pero sus ojos no producen miedo sino una cierta tranquilidad. Me pone una mano en el hombro.
Ven conmigo, por favor, dice con esa voz que parece no exaltarse nunca, que parece saliendo de algún equipo de sonido moderno, no encuentro otra manera de decirlo, pues no soy bueno para las imágenes, para comparar una cosa con otra, y menos cuando están comprometidos mis sentimientos propios.
Es importante que vengas, Federico, repite con esa sonoridad paterna y acogedora. No entiendo por qué sigo pasmado. No entiendo por qué no me arrojo a sus brazos y le digo cuánto lo he extrañado. No entiendo por qué me duele verlo allí, como si hubiera estado escondido en ese cajón, o prisionero, que es peor, y yo fuera el culpable. Por algo que no preciso comprender, se enciende el dolor que sentí cuando lo perdí aquella navidad, después de la feria, después de prometerme, como ahora, enseñarme un nuevo truco de magia.
Cuánto reproche entonces en casa pasar esa navidad sin el abuelo. Todo por culpa tuya, le repetí a mamá más de una vez. No fue fácil calmarme. No fue fácil entregarme a las tareas cotidianas de la época decembrina, de las comidas en familia, de los regalos compartidos. En todo creía ver la imagen o huella del abuelo. A los once años yo ya conocía la derrota, el infierno, la falta de tolerancia. Eso era lo que pensaba. No tenía mundo para asumirlo de otro modo. El abuelo no estaba conmigo, y los días pasaban y pasaban y no lo veía aparecer por ningún lado.
No niego que mis padres han tratado todo este tiempo de suplir esa ausencia. Pero ellos son mis padres y mi abuelo es mi abuelo. No hay de otra. Ellos no quieren nada malo para mí, y por eso me cierran las puertas del mundo, impidiéndome así que yo conozca sus horrores, dizque para librarme de todos sus males. Y el abuelo, que tampoco quería nada malo para mí, me enseñaba, dentro de ese mundo de horror, lo que me sucedería si me dejaba contagiar o minar, sí, minar es la palabra que utilizaba, y traía ejemplos de hombres buenos y malos, pero nunca nunca me prohibía de la manera que hacían mis padres.
Ese es el error de los padres modernos, creo, pues lo digo con la experiencia que me dan estos dieciséis años: PROHIBIR. Sí. Prohíben de todo como si uno viviera encerrado en una jaula o en la torre más alta de un edifico o castillo. Federico, te prohíbo que salgas después de las diez de la noche porque… Federico, te prohíbo que te juntes más con… Federico, te prohíbo que te comas… Federico, te prohíbo que sigas jugando hasta tan tarde con ese videojuego… así se la pasa mamá. Papá pocas veces molesta. ¡Pero si voy bien en el colegio, mamá!, digo con desencanto. Pero ella hace como que no oye mis razones y repite con más ganas la prohibición del día.
Lo prohibido es lo más apetecido, escucho decir por los lugares donde transito, en el colegio, a las amigas de mamá, en la televisión, en medio de las escenas de amor que ahora vivo con Mariana.
¿Y quién diablos es Mariana? Mariana es un amor prohibido. Tiene novio y yo estoy en el medio. Soy el lunar negro. Soy una piedra en el zapato. Pues, además, su novio es vecino mío, aunque no propiamente mi amigo. ¡Pero es que Mariana es tan linda!… Reconozco que no es nada bueno esto que hago. Una traición es una traición desde donde se mire o desde donde se viva. Pero que se me parta la cara si uno no termina enamorándose de la compañerita de clase que se hace justo al lado, que va a tu casa a preparar las tareas, que te invita a montar bicicleta o te dice que eres muy lindo. En pocas palabras, Mariana es Mariana, con novio o sin novio, conmigo o sin mí. Y creo que de no ser por el novio, yo la amaría menos, es decir, él hace que la vea más perfecta pese a la traición que comete con él. Así es la vida. Y tal vez algún día me lo reprocharé. Pero por ahora deseo suprimir la palabra prohibir de mi vocabulario.

Acto 4

El abuelo me está abrazando. El abuelo ahora me está diciendo que lo siente mucho, que lo perdone, que nunca me ha olvidado. El abuelo dice que no fue su intención irse de mi lado, no de ese modo ni bajo esas circunstancias.
El abuelo llora como nunca lo vi en su vida. Y yo también lloro. Y yo también lo abrazo y yo también le hablo de la falta que me ha hecho y de lo mucho que lo he necesitado.
Su abrazo es como mojado. Es decir, por lo que me hace sentir después de tanto tiempo sin percibir ese apretón. No conozco el mar, pero imagino que debe ser como cuando una ola llega a la playa y la refresca con su fuerza natural. Es lo que quiero decir. Eso es lo que siento. La cama parece que se mueve cuando el abuelo se hace a mi lado. Y su respiración tiene el mismo olor de una vida tomando café oscuro y dulce. Lo transpira. No sé cuál de los dos corazones late con más fuerza. Aunque el de él debe pesar más en el pecho por lo grande, por los años que tiene.
Ahí está otra vez la araña. Da vueltas sobre el hombro derecho del abuelo. Hace movimientos giratorios como un perro que desea morderse la cola. Hay algo raro en ese bicho, pero igual, no me espanta. Creo que lleva tiempo viviendo entre la ropa del abuelo. Él advierte que yo miro al animal y me tranquiliza un poco más dándome un palmadita de afecto en la cara. Soy feliz, inmensamente feliz de tenerlo ahí, sonriendo, haciendo esos gestos de siempre, demostrándome el cariño que me hizo crecer a vuelo de pájaro.
¿Quieres un café o un poco de agua? Es lo primero que se me ocurre preguntarle. Pero él responde que no, que hay prisa, que tenemos que irnos de inmediato. Sólo vine por ti, termina por decir. Yo trato de explicarle que mis padres no están y que se alegrarían mucho de verlo. Yo trato de contarle sobre los sucesos ocurridos en los últimos años. Yo trato de decirle que cómo va a tener afán si acaba de llegar.
Con una sonrisa llena de bondad, me dice que nunca ha dejado de saber sobre cada cosa que me rodea y rodea a la familia. Soy un mago, no lo olvides. Y vuelve y me abraza. Aunque no lo creas, nunca te he abandonado, murmura cerca a mi oreja, cada día, lo primero que hago, es saber de ti, de Rogelio, de tu mamá. Sé de la muerte de Dante, que murió por una mala atención en la veterinaria. Sé de los trucos que has aprendido sin mi orientación, y lo has hecho muy bien, muchacho. Sé también que tienes novia pero que por ahora es un secreto (guiñó un ojo cuando dijo esto). Sé cada palabra de lo que se escriben. Sé que escondes un cuaderno con poemas que escribes cuando te sientes triste. Sé muchas cosas, mi pequeño Federico, aunque ya no eres tan pequeño como puedes ver.
En el fondo de mis ojos crece una pregunta que no sé si él podría responder. ¿Y si sabía todo eso, por qué me dejó tan solo cuando más lo necesitaba?
El abuelo se queda callado. Nunca ha sabido mentir. O al menos nunca ha caído en las versiones que da. Es una historia bien larga, dice como adivinando mi pensamiento. Pero antes debes seguirme, si deseas saber esto y mucho más. Cuando digo que no tenemos tiempo, es porque no tenemos tiempo. Debemos cumplir una cita antes de que el sol se ponga en Altazor. ¿Confías en mí aún? ¿Quieres, como te prometí, aprender el mejor truco de magia de tu vida?
Si vi al abuelo salir de mi guardarropa, después de estar desaparecido por cinco años, ¿qué otros trucos podía enseñarme? El camino es tentador, pues se trata del abuelo y a su lado nada me pasará. Pese a ello miro alrededor con titubeos. ¿De qué truco de magia me habla? ¿Qué o dónde es Altazor? ¿Por qué tiene tanto afán, qué misión tenemos qué cumplir? Porque lo dijo en plural, con la firmeza otorgada por sus años.
El abuelo se acomoda el sombrero con cierta galantería, antes de decirme no te preocupes por los compromisos de mañana (¿vuelve a leerme el pensamiento sobre el trabajo que debo presentar para química?). La respuesta salta como una liebre. Cuando volvamos sabrás todo sobre química y un poco más. Sonríe el abuelo. Sonríe y me hace sonreír. Me mide su sombrero, el mismo que lleva usando como medio siglo. Ya casi te queda. Entonces serás el mago perfecto.
Yo siento que sus palabras me devuelven la vida, o al menos, la fe de un futuro mejor. Yo, Federico, o Feudini el mago, para gloria del abuelo y la familia.
Vamos, vamos. Hoy es 31 de octubre, y antes de la medianoche vence el plazo, dice como si yo ya supiera de qué se trata todo esto. Acto seguido me señala el guardarropa. Recordé aquel truco donde el mago hace que ingrese su ayudante y en un santiamén éste o ésta desaparecen. Lo sigo sin preguntar nada. No sé qué podemos hacer dentro del guardarropa, pero si es un juego, deseo jugarlo.
El abuelo cierra el guardarropa y quedamos en total oscuridad. Cierra los ojos, hijo, dice y me pone una de sus manazas encima del hombro. Yo te digo cuándo los puedes abrir.
Le hago caso. Además de oscuridad, todo es silencio. Todo es nada.
O eso pienso yo.


Acto 5

No puedo dar crédito a lo que veo. Después de abrir los ojos por indicación del abuelo, me encuentro frente a la araña. El bicho da un brinco y cae al suelo pero no con violencia sino como si tuviera un paracaídas. Pienso que ya va a alejarse, que se meterá en algún hueco, que irá a cazar insectos o levantar nido en un extremo distante. Pero no. Sucede todo lo contario. Mejor, sucede que se transforma en una persona, en un humano de baja estatura que, por no decirlo de otro modo, es un duende o gnomo. Me aferro al abuelo, ante la mirada imprecisa de la araña que ahora es otra cosa.
Su voz me pide que no tenga miedo, que es el señor Jo-güin, el buen mago Jo-güin, el maestro Jo-güin. Lo malo es que no sé quién es el que habla, creo que los dos a la vez, o como si uno fuera la voz del otro pero que de algún modo yo no puedo decir quién hace la voz de quien.
Mis ojos están que se salen de sus orbitas. Tengo en las rodillas una sensación de debilidad, que si no es por el abuelo me derrumbo ante lo que creo imposible. Pero si el mago Jo-güin me deja sin habla, con el corazón en la garganta, lo que advierto al instante (la sorpresa de Jo-güin no me había permitido ver todo el panorama) es que estamos en medio de una torre de piedra, en medio de un cerco de animales similares a las ardillas, totalmente blancas, totalmente atentas a lo que dicen o decimos, y luego me doy cuenta de la luz que llega, no como del sol, amarilla, sino una luz rosácea o violeta pero que de ningún modo afecta la claridad de la visión. Por último, entiendo que no estamos en un lugar conocido ni lo que he considerado real.
El abuelo me dice ahora, como si siempre tuviera la respuesta, que ese lugar ha sido su hogar durante los años de extravío, que no debo sentir temor alguno, que pronto retornaré a casa. Lo curioso de lo que me dice es que no veo que mueva los labios o abra la boca. No hace ningún gesto que indique que está hablando o que acaba de hablar. Sonríe. Entonces comprendo que el abuelo nunca ha hablado, que lo que pienso es su voz que me llega a través de la mente. Estás en lo cierto, comenta. Aquí nos comunicamos por medio de ella. Telepatía, pura telepatía. Es maravilloso lo que uno aprende fuera de casa. Vuelve a sonreírme. Por eso es que no reconocí la voz hace instantes. Me tranquilizo. Los animalitos siguen ahí, atentos, inmóviles, como esperando algo o leyéndonos también el pensamiento. Ahora la luz ha cambiado de color, pero no sabría decirlo o describirlo. Parece que se filtra a través de un prisma.
Me alegra que lo estés entendiendo, escucho ahora al mago Jo-güin. Sé que es él porque su pensamiento me llega como con un eco dentro de la cabeza. Ahora los animales saltan, se agitan. El abuelo me revuelca los cabellos y dice que ellos se comunican con él, que por eso están así al advertir que yo estaba de mejor semblante.
Todo se pone más confuso. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Verás, cuando yo llegué aquí me sucedió exactamente lo mismo. Y así ha sido con todos los que habitamos este bello lugar. El abuelo vuelve a meterse en mi cabeza. Debes saber que después de discutir con tu mamá aquella navidad, no me fui de la casa como todos han pensado por voluntad propia, ni fui secuestrado ni llevado a una cárcel ultra secreta, aunque esto último se parece más, pues esa noche me encerré en el garaje, allí donde siempre practicamos nuestros trucos, pero me encerré, aunque no niego que airado por lo sucedido, porque estaba rediseñando uno de los trucos de desaparición, y fue cuando apareció el maestro Jo-güin, justo dentro de la caja que armaba, así como yo hice en tu guardarropa, y al escucharlo, entendí que era inevitable acompañarlo a este mundo. Y ya te preguntarás que cómo así que el maestro Jo-güin se me apareció y sin pensarlo casi acepté estar de este lado y no del tuyo. Pero recordarás que yo ya te había hablado de él, estabas más chico, y contarte los pormenores de cómo y por qué lo conozco es más largo de lo que creo. Lo cierto, o mejor el punto, es que Altazor, como se llama este mundo, es el paraíso de los magos, aquí es donde vienen a parar cuando mueren, y si digo vienen, es porque ni tu ni yo estamos muertos aún, sólo estamos en cumplimiento de una misión, aunque la mía ya está terminando y la tuya comienza.
El abuelo no deja de llenarme la cabeza con sus pensamientos. El mago Jo-güin está sentado ahora, pero como en una nube o en el aire o levita, o como si tuviera una silla invisible debajo de su humanidad. Las ardillas (que no eran ardillas sino una forma física de ciertos animales mágicos que allí habitan), forman un enorme círculo como si estuvieran presentes en el estreno de una película. Y por extraño que parezca, ahora, con cada mensaje del abuelo yo veo el hecho como sobre una pantalla, con lo que comprendo mejor el rumbo y a dónde quiere llevar su conversación. Entonces dice algo sobre Houdini que me termina de exaltar.
Sí, hijo, el código Houdini, aquí lo hallamos, pues Houdini, por alguna extraña razón (aún para los magos hay cosas indescifrables) no podía moverse ni hablar por voluntad. Llegó a Altazor como una figura de cera o plastilina, y desde entonces son muchos los magos que se han encargado de su cuidado. Pero ahí está el problema: no todos lo que lo han cuidado lo hicieron por beneplácito, o admiración o amistad, no, qué más quisiera uno; buscaban adueñarse de ese código, pues creían que estaba tatuado en su cuerpo o que de alguna manera lo harían hablar. No fue así. Y las torturas recibidas por estos malvados magos deterioraban día a día lo que quedaba de él. Sólo tuvo descanso cuando el maestro Jo-güin lo acogió después de imponer su autoridad.
Déjame a mi continuar, escuché la voz del mago Jo-güin, o sus palabras mentales, te preguntas por qué tu abuelo no te dijo nada esa noche, pero la culpa es mía, no se lo permití, pues no estarías preparado para este momento. Es cierto todo lo que te dice, Houdini, después de muerto, no pudo escapar a la prisión que le impuso su propio cuerpo. Él lo sabía, y por eso creó el famoso código de diez palabras; no fue un truco suyo para hacer alarde de un misterio histórico. Ese código encierra un gran poder, y es el que algunos magos de Altazor desean apropiarse para llevar a cabo la conquista de mundos paralelos. Houdini sólo lo creó con la intención de regresar o comunicarse con su esposa. Yo sólo deseo, como la mayoría de magos, que Houdini salga de la cárcel en que ahora se encuentra, que pueda caminar por estos parajes como uno más, disfrutando eternamente de su gloria. Con el código podremos devolverle, digámoslo así, la vida que ahora no tiene en Altazor. No es producente contarte en este cuarto todo lo que debes saber antes de cumplir con tu parte, porque por eso te trajimos. Lo claro está en que hoy es 31 de octubre para el mundo terrenal, y antes de que culmine debemos, o debes tú, Federico, rezar el código ante Houdini. Has sido elegido el médium para gloria nuestra y de la magia.

Acto 6

Cada vez estoy más asombrado de lo que me acontece. Yo, Federico Pineda, ¿médium o enlace con el gran mago Houdini? ¿Y el código, dónde está? ¿Y sobre todo, qué tengo yo de especial para cumplir con lo que me piden? Las ideas me traen de los cabellos mientras los sigo escaleras abajo, por esa enorme torre como de un castillo de la época antigua.
Detrás de mí vienen las ardillas, que vuelan mejor que las aves. Por los gestos del abuelo y del mago Jo-güin, sé que se comunican entre ellos, pero yo no puedo escuchar nada. Eso me indica que pueden bloquear los pensamientos entre unos y otros.
Ahora recuerdo que Houdini falleció un 31 de octubre. Todo empieza a relacionarse. Muerto de peritonitis, según el dictamen médico, pero para nadie fue un secreto que días antes, por aceptar un desafío de unos estudiantes que pusieron en duda su resistencia física, recibió varios y fuertes golpes en el abdomen, lo que afectó seriamente su apéndice.
Siento hambre. Pues mientras estuve en mi habitación no comí como suelo hacer a menudo. Sin embargo, apenas me ataca la sensación de hambre, en mi mano aparece una fruta similar a la manzana. El abuelo gira para guiñarme un ojo. Esto es lo menos que me esperaba, pienso. Deseo que así sea en mi mundo, que con un clic o con solo desearlo, la comida aparezca de inmediato. Creo que me como cuatro frutas, pues aquella situación me ha despertado la ansiedad de comer desmesuradamente.
Llegamos a un gran salón. Todo sigue siendo blanco. No hay televisores ni juegos de video, pero sí muchos libros, y cortinas, y ventanas que dejan percibir un paisaje lleno de vida. La luz, me parece, tiene un color naranja, un olor de incienso.
De un lado, si es que no apareció de la nada, surge una mujer delgada, de mediana estatura, de tez morena, que me sonríe con una placidez desconcertante. Sus dientes son bonitos.
Ella es Bess, la esposa de Houdini, dice el abuelo. Hace poco tiempo logramos traerla hasta aquí. Y él es Houdini, señala hacia un recodo del salón al tiempo que Bess corre una cortina.
Allí encuentro al mayor de los magos terrenales, por así decirlo. Está acostado, y si no fuera por el brillo que advierto en sus ojos, juraría que está sin vida. Las ardillas se instalan alrededor de Houdini, como si asistieran a una marcha marcial (tiempo después me entero que su presencia obedece a que crean un círculo mágico de protección, que ningún mago puede romper).
Sin saberlo, o sin considerarlo de ese tamaño, yo estoy a punto de realizar el mayor truco de magia de mi vida. Estoy destinado a salvar a Houdini, y por ende, a la paz y tranquilidad final de Altazor.

Acto 7

El código Houdini no ha sido una treta del mago. Es tan cierta como sus grandes trucos de escapismo, pero mejor, más perfecto, que nadie pudo descifrar. El mago Jo-güin retoma la historia. Bess está a mi lado, tomándome de un brazo como si yo fuera muy cercano.
Ya estás grande, Federico, continúa. Y has llevado una vida moderada y justa para tu edad. Has aprendido de magia con una disciplina acertada, sin dejar de lado otros aspectos propios de tu vida. Y llevas la sangre de Eliseo, que dejó lo que más amaba, a ti, por venir a aportar sus conocimientos en una lucha que no le correspondía aún. Cuando elegí a Eliseo para que aprendiera un poco de mí, tenía tu misma edad. Y sigue aprendiendo como ninguno. ¡Si vieras cómo dejó de comer y dormir mientras buscábamos entre el mundo de Houdini las claves de su código! Y no me equivoqué cuando lo elegí. Ni siquiera yo, con los años que tengo, vislumbré el punto de encuentro, el punto medio que llevaría a la clave y, por supuesto, a que nos encontremos hoy aquí, a que le devolvamos a Houdini la vida que merece vivir junto a Bess en Altazor. Así, tampoco, ya nadie intentará apoderarse de su código, que sólo a él pertenece. En verdad que tu abuelo es un héroe, por su desprendimiento y por no perder nunca la fe. Una fe que tú motivas en su interior, pues en estos años, como ya sabes, no ha dejado de estar pendiente de ti. ¿Recuerdas aquella vez que cayó un poste de energía cerca de ti? No fue cosa del destino que así fuera. El poste iba a caer sobre tu cabeza, sólo que la permanente presencia de tu abuelo lo impidió. Desvió el golpe, aunque esto le trajo consecuencias graves en Altazor porque no está permitido actuar sobre el mundo terrenal.
El abuelo carraspea para decir que él no ha hecho otra cosa distinta que servir a su maestro y a protegerme con el derecho que le da la naturaleza de llevar la misma sangre.
El mago Jo-güin retoma la palabra. Está ansioso por terminar su relato y empezar con la lectura del código, es decir, de las diez palabras mágicas, que aún no veo por ningún lado.
Sea como sea, eres un gran hombre, Eliseo, tienes tu sitio asegurado en Altazor. Y en cuanto a ti, has de saber, porque te lo estás preguntando, que después de mucho investigar (son cientos de libros los que tu abuelo consultó), de recorrer una región y otra, de reconstruir el pasado de la mano de Bess, tu abuelo halló el código de la manera más proverbial que jamás, por lo menos yo, haya imaginado. El código de Houdini no estaba en ningún punto de su cuerpo ni de sus libros ni en los libros escritos por Connan Doyle. Simplemente bastaba un fenómeno de observación, que sólo se pudo lograr al viajar en el tiempo, justo a cada acto que Houdini realizó en vivo.
Siento que Bess me aprieta con fuerza el brazo. Está tan emocionada como yo. Sabe que dentro de poco se reunirá con su amado esposo, que volverá a caminar de la mano con el mago que enamoró su corazón. Recuerdo a Mariana cuando me abraza. Pero cuando vuelva le diré que se decida por uno de los dos. No es justo para ninguno. No es una conducta correcta para mi vida, por más que la crea una buena mujer. En todo caso mi corazón también late con fuerza.
Es magistral la manera en que Houdini esbozó cada palabra, señala el abuelo que no puede ya callar. En cada acto, durante el momento más espectacular, el más mágico, cuando la gente atiende el punto álgido, al fondo, sobre el aire, aparece una palabra. Tuvimos que asistir a cada evento para recopilarlas. La emoción de hallarlas fue tan maravillosa como la aventura de asistir en vivo a sus actos. Pero algo ocurrió: sólo hallamos nueve palabras. O al menos, tras asistir una y otra vez, y otra, a cada evento, por poco y nos damos por vencidos. Encontrarla, lo he confesado, lo debo a un deseo de Bess: ella pidió presenciar el último momento en vida de Houdini. Allí acudimos. Lo vimos postrado en la cama del hospital, con la derrota marcada en la cara. Y tras ese suspiro que supone el desprendimiento del espíritu, se formó, muy tenuemente, la palabra sobre su cabeza. Increíble pero cierto. Así, hijo, armamos el rompecabezas. Desciframos lo que una vez creí indescifrable, pues no todo el tiempo me acompañó la fuerza de la fe, como dice el maestro Jo-güin. Mis derrotas propias también se nutren de un modo insospechado.
Lo digo con franqueza: si esto que vivo es cierto, o si sólo es un sueño, no deseo que por nada del mundo termine antes de resolverlo. Es justo lo que esperaba para mi vida. Revivir mis esperanzas de hallar al abuelo sano y salvo, así sea en este mundo mágico que es Altazor.
Y ahora es tu turno, mi pequeño Federico, dice el abuelo. Tu turno de abrirle la puerta a Houdini a este mundo, como piensas. Después, te aseguro, volvemos a casa, porque vida es lo único que tengo para vivir a tu lado, ya verás.
Veo al mago Jo-güin levantando las manos. Está ubicado sobre la cabecera de Houdini. Tiene los ojos cerrados. Su cuerpo emana una luz que produce paz como ninguna otra. Estoy nervioso porque no sé qué es lo que tengo que hacer, si sólo leer, o existe un orden para que la magia funcione. El abuelo me alienta para que lea con la fuerza de siempre, con la misma que he deseado ser un buen mago. Bess llora, emocionada. Ahora la luz es de un color marrón.
Veo aparecer una a una las palabras que contienen el código de Houdini. No pudo creer lo que mis ojos ven sobre esa pizarra imaginaria. Escucho en mi cabeza que es el momento de leer. Entonces leo como si con ello diera mi último respiro. Al terminar, algo me recorre el cuerpo. Todo queda en blanco, blanquísimo, y dejo de ver lo que pasa alrededor.

Acto 8

Lo primero que hace Houdini al despertar, al moverse, es abrazar al abuelo. Eso no me lo esperaba. Bess solo se queda quieta para mirar, impávida como yo. Se sumen en un abrazo estremecedor, largo, con llanto incluido. Después se acerca a mí, y también me abraza mientras me dice que se siente orgulloso de mí, que no esperaba otra cosa. Me inquieta lo que me dice, como si ya me conociera. Pero en el mundo de los magos todo puede pasar, pienso. Luego abraza y besa a Bess. El mago Jo-güin los rodea.
Houdini no es tan alto como imaginaba. Al lado de Bess se percibe más su baja estatura. Es gracioso como ninguno. No suelta la mano de Bess, como si de hacerlo volviera a sumirse en ese mundo de vegetal. Afuera hay alboroto por lo acontecido. La noticia se sabe en todos los rincones de Altazor. Houdini se prepara para dar un discurso, muy a su estilo. Ríe al considerar que se demoró mucho para salir de esa cárcel, pero que al fin pudo lograrlo. Su código no ha fallado, vuelve a decir. Y me mira. Me mira con una intensidad en los ojos que no sé precisar. Y todos ríen de nuevo, hasta yo que ahora me hago la pregunta del millón: si descifrado el código, sólo bastaba leerse, ¿por qué me involucraron a mí? ¿Qué me hace especial? Esto sólo lo descubrí tiempo después, al lado del abuelo, cuando volvimos a mi cuarto.
Es hora de volver, dice el abuelo. Ya hicimos lo que debíamos hacer. El mago Jo-güin asiente. Houdini también da su aprobación, como si ésta fuera necesaria. Hay nostalgia en sus ojos. Yo insisto en que aquí hay gato encerrado, y mucho más cuando nadie me aclara lo que pienso.
Antes de abrirse la puerta del salón para dar paso a los otros magos que esperan ansiosos encontrarse con Houdini, el mago Jo-güin dice al abuelo que él ya sabe lo que debe hacer. Por su parte, Houdini se acerca y le dice algo pero vuelven a bloquear mi mente. Entonces ya no me doy cuenta de nada más, solo de sus gestos, solo de que hay un dolor demasiado antiguo en esa despedida. Cuando Houdini me abraza para despedirse, dice que pronto nos volveremos a ver, pero no aclara si aquí en Altazor o allá en la tierra. Me entrega un libro que extrae de la inmensa biblioteca. El mago Jo-güin me dice que cuando llegue a casa, podré obtener comida con tan solo desearlo. Que me otorga ese don. Que espera que yo tenga la prudencia para manejarlo. Los gritos, la algarabía de la gente coreando el nombre de Houdini, es lo último que escucho antes de encontrarme de nuevo dentro del guardarropa. El abuelo abre la puerta. Y sin tanta sorpresa ya, descubro que no ha pasado más de una hora desde que dejé la intimidad del cuarto. Lo que me da a entender que aún no han llegado mis padres. Tengo la casa para mí solo. Y por supuesto, para el abuelo, que me guía para que nos sentemos en la cama.
Quieres oír la respuesta que buscas con mis propias palabras, o te vas a leer el libro que te obsequió Houdini. Dice como si le estuviera creciendo un nudo en el pecho. Percibo temor en lo que dice, pero no engaño o dolor. Es mejor que tú me lo digas, confieso, pues por más vueltas que le doy a la idea, aún no entiendo por qué fui el elegido para leer ese código, cuando son muchos los que darían la vida por hacerlo. Se crea un silencio entre los dos tan expectante que me dan ganas de comerme las uñas como hace el novio de Mariana. Tienes razón, Federico. Y debes saberlo todo ahora que serás un gran mago. Con ese libro podrás llegar muy lejos… bueno no distorsiono más lo que deseas saber...
Allí está de nuevo el abuelo, con esa actitud de misterio que adopta cuando quiere contar algo que tiene un significado especial para él o para un ser querido. Houdini es tu bisabuelo, dice de una, sin más preámbulos: Houdini es mi papá.
Me agarro el estómago porque creo que es una broma para aliviar las tensiones. Hago uso de mi nuevo don y aparece un pedazo de pizza en mi mano. Pero el abuelo no parece estar bromeando. La expresión de su rostro me indica la seriedad de su respuesta. Así es, ya no tengo por qué ocultarlo, y te has ganado el derecho a saber la verdad. El abuelo mira para el fondo del guardarropa como si añorara algo. Sólo un descendiente directo de Houdini podía leer el código. Si no su magia no funcionaría. Serían palabras muertas, polvo entre polvo. Has de saber que soy el único hijo de Houdini. Pero no soy hijo de Bess, ellos no tuvieron hijos. Vine a este país bajo otra identidad, pues la familia no quería que yo sufriera las consecuencias de los medios persiguiéndome para saber más sobre mi padre.
Se dice que él le comunicó a Bess el código secreto. Y es cierto. Pero como ella nunca practicó la magia, al ingresar a Altazor, por algo que para nosotros es un misterio, olvidó todo lo relacionado con éste. Algo sucedió para que esto pasara del modo que te hemos contado: ella sin el código y Houdini sin poder moverse o hablar. Pienso que allí hubo manos inescrupulosas que alteraron sus vidas. Por eso la incesante búsqueda en el pasado de mi padre. Otra cosa que debes saber: Rogelio tampoco conoce su pasado. Cree que soy un aprendiz de mago, un fanático de toda la vida, un fracasado que sólo vive de sueños y de glorias ajenas. Rogelio cree que lo más que puede encontrar de sus antepasados es una historia nada acogedora, y por eso nunca ha indagado o hecho una pregunta que trascienda el patio de su casa. Tu padre, el abuelo se aclara la garganta (y en la voz que le sale hay algo de nostalgia y de decepción), no podía cumplir con lo que tú hiciste, porque dejó de ser niño mucho antes de que el tiempo lo definiera, porque dejó de soñar, y su imaginación y su alegría se tornó de otro color. A Rogelio nunca le ha interesado la magia, la desdeña, para él es más importante el estiércol de vaca que una buena ilusión. Así de sencillo. Rogelio jamás comprendería una cosa como esta. ¿Ves lo que te deseo decir? En cambio tú eres un autentico Houdini. Y serás el mejor mago del mundo. El mejor.
Escucho cada palabra como si en ellas hubiese un truco de magia. El abuelo sabe que yo no puedo acusarlo de nada. Ocultarme el pasado de la familia fue por una buena causa. Yo debía aprender a ganarme las cosas por voluntad propia, por fuerza y fe. Así lo entiendo. Pronto llegarán mis padres, y debo estar preparado para darles la noticia que el abuelo está de regreso. Que yo estoy orgulloso de ellos y de ser lo que soy.

Adrián Pino Varón, Escritor Colombiano.